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Infojus Noticias

24-3-2014|10:01|Libros Nacionales
Etiquetas:
Primera parte: del Golpe al Mundial

Montoneros silvestres: vida, sangre y resistencia después del Golpe

El libro empezó como un folletín digital: entregas a través de un blog. Mariano Pacheco reconstruyó la intimidad de la militancia setentista en barrios y sindicatos del sur del conurbano bonaerense, donde él creció. Anticipo del capítulo inicial.

  • Gentileza Planeta
Por: Infojus Noticias

Ese frío invierno del 76 (María, I)

El 24 de marzo de 1976, María se encontraba junto a sus dos hijos varones (9 y 10 años) y a su compañero Lucho. Vivían juntos, en Lanús; él tenía entonces 32, ella contaba 30. Se enteraron del golpe por la mañana, mientras escuchaban la radio y tomaban unos mates en la cocina. Vivían en una casa alquilada, en la calle Carlos Gardel. Al fondo, en uno de esos barrios tipo italianos, destaca María. Allí vivimos un año, que fue el más lindo de mi vida, porque Lucho —que era un tipo muy conocido en Zona Sur— trataba de no salir mucho. La idea era que se preservara. Ella hasta le cubría las citas de control. Se quedaba mucho en casa con los chicos. Estudiaba. Escribía documentos, mientras yo andaba haciendo macanas por ahí.

A pesar del endurecimiento represivo y de la permanente caída de militantes, María seguía su vida casi con normalidad. Su tarea era tratar de poner en pie un aceitado mecanismo de funcionamiento de la parte de Logística de la organización, en toda la Zona Sur del Conurbano Bonaerense: Avellaneda, Lanús, Lomas de Zamora, Berazategui, Florencio Varela, Quilmes… Para los vecinos era una mujer «normal». Como cualquier señora o muchacha con su pareja y sus hijos, solía salir de compras por el barrio. Por eso se sorprendió cuando una mañana de aquel invierno de 1976, ingresó a la carnicería —frente a la plaza, a metros de su casa— y mientras esperaba que la atendieran, escuchó a una mujer decir: «Fuera, Cachila».

Se sorprendió, porque la voz y el nombre le resultaron familiares. No era para menos: se trataba de una compañera muy cercana, y su perrita. Teresa (Claudia Istueta) y Mario Bardi eran dos médicos, militantes del área de Sanidad de la organización. Se habían casado en agosto de 1974. Justo un mes antes de que Montoneros pasara a la clandestinidad.

El hecho de haberse cruzado así, en una escena tan típica de barrio, tan cotidiana, daba cuenta de que ambas parejas estaban habitando el mismo territorio, con una cercanía demasiado estrecha para las ajustadas normas de seguridad que la organización intentaba mantener a rajatabla, para evitar o disminuir de ese modo las posibilidades de que sus militantes fueran capturados por el enemigo. Así que a partir de ese día, todas las noches, a las 22 en punto, tenían que darse una vuelta por la placita para hacer una cita de control. Me acuerdo de que un día Lucho se enojó con Mario, porque siempre llegaba tarde. Y le dijo que si seguía así, nos iba a hacer caer a todos. Mario se excusaba, pero Lucho era duro.

María cuenta que Lucho solía increpar a Mario con una frase que utilizaba como latiguillo: «Las 10 son las 10, compañero ». Que la frase terminara así, con esa palabra, daba cuenta del aprecio que se tejía detrás de la rigurosidad militante. Aprecio que llevó a Lucho a decir «Parece un pajarito » cuando Mario le presentó a Selva, su hija recién nacida. Era blanquita y con piquito muy rosado, subraya María. Y le quedó Pajarito nomás.

La rebeldía bloqueada (Ramón, I)

En lo primero en que pensó Ramón aquel 24 de marzo fue en su hermano mayor. ¿Cambiarían las condiciones del penal, ahora que los militares asumían el mando del país? Ramón se preocupaba mucho por la situación de El Flaco, detenido desde hacía tres meses. Pero por sobre todas las cosas lo extrañaba. Podía continuar escuchando Vox Dei, Moris, Spinetta, Sui Generis o cualquiera de esos grupos catalogados por entonces como de «música progresiva»; pero la habitación sin él no era lo mismo. Año y pico habían compartido la pieza: chismes, comentarios sobre «minas», y apreciaciones sobre las lecturas de El Descamisado, Evita Montonera y otras publicaciones que de a poco El Flaco le había comenzado a prestar, y a partir de las cuales empezaron a producirse aquellos diálogos jugosos —y cada vez más frecuentes— entre los dos hermanos. Por supuesto, al no estar El Flaco tampoco podía participar de aquellas reuniones que se realizaban en su casa.

Así que, salvo por su asistencia al colegio cada mañana, o porque seguía con la lectura de alguna que otra novela cada tanto, de no ser por esas cosas, todo había cambiado en su vida aquel año. Tanto adentro como afuera de su casa. Porque si el año anterior con la barra de amigos del barrio solían juntarse todos los fines de semana para comer pizzas o empanadas, tomar algo y conversar y guitarrear hasta la madrugada, o para ir todos juntos a la cancha a ver a Quilmes, ahora los fines de semana se alistaba para asistir a la cárcel a visitar a su hermano. Por supuesto, no era con pesar sino con entusiasmo que concurría a Sierra Chica.

Y si bien Ramón tenía un grupo sólido de amigos con los que habían pasado tantas cosas juntos, ahora sentía que, en algún punto, estaba solo. No era que le dieran la espalda, sino que tal vez no podían comprender lo que él estaba atravesando.Le parecía de otra vida todo lo transcurrido apenas dos años atrás, al entrar al secundario. Consideraba ahora una chiquilinada los miedos esos que sintieron sus amigos cuando él, que era el más grande de la barra, los llevó —como era costumbre en la época y entre sus vecinos del barrio— a iniciar su vida sexual en la Isla Maciel. Porque en esa época — aclara Ramón— lo más común era que el fervor de la edad se saciara en el cabaret.

—A ver si nos afanan, si nos rompen el culo —comentaron entonces sus amigos.

Y fue Ramón, con cierto aire de superioridad que la edad y la experiencia le daba, quien respondió:

—Déjense de boludear y vamos, que acá no pasa nada. Ahora, en cambio, sentía que tenía que hacerse cargo de un papel en el que la edad y la experiencia no jugaban a su favor.

Por todo eso seguramente, más que por el golpe, Ramón sintió ese año que su vida daba un giro de 180 grados. Aunque con el correr de los días, de las semanas, de los meses, también la dictadura comenzaría a ser una piedra en el zapato en su propio caminar. Es que con el autodenominado Proceso de Reorganización Nacional, toda la vida social cotidiana comenzaba realmente a reorganizarse sobre nuevas bases. El modelo de «chico obediente», con pelo corto, corbata, saco y pantalones tipo en serie, acompañado por el de «niña como debe ser», con el pelo prolijamente recogido, poca pintura y polleras escolares, «aunque el frío te congelara la nariz» —subraya Ramón—, comenzaba a imponerse como la nueva imagen de una «juventud prolija», alejada de los ideales de la «subversión apátrida e inmoral». Seguramente como un refugio, o como un modo de no adaptarse mansamente a ese «como debe ser…» que propugnaba la dictadura, Ramón intentaba al menos no vestirse a la moda, fuera ésta la del gamulán, o la de los buzos tipo canguro. Así que, salvo para ir a la escuela, Ramón se mantenía firme en usar siempre su campera de jean, que lo acompañaba a todos lados.

Tal vez porque de chico ya había sido un poco contestador, o porque una vez entrado en la adolescencia comenzó a sentir que no soportaba esa carga asfixiante de las buenas costumbres, es que Ramón empezó a ponerse cada día más rebelde. Sentía que realmente había toda una represión estética, una presión permanente pisándole los talones, marcándole de cerca qué estaba bien y qué estaba mal, desde el gesto más pequeño e insignificante. Presión que se hacía sentir en todos lados. Y que hacía del respeto reverencial de los jóvenes hacia los adultos su piedra fundamental. Eso a Ramón le molestaba. Lo incomodaba. Tanto como para empezar a preguntarse por qué él no hacía algo —como había hecho su hermano antes de ser detenido— para enfrentar a ese sistema que obligaba a aceptar las reglas impuestas sin preguntar por qué. Preguntas sobre el presente que comprendían el futuro inmediato. Porque él ya estaba en tercer año y, cuando se quisiera acordar, estaría terminando el secundario. ¿Qué haría entonces?

Cuando Ramón pensaba en el futuro, se preguntaba si haría como El Flaco, que al terminar el secundario se había metido a laburar en la Cervecería Quilmes, o si entraría en la textil La Bernalesa. Porque ésa era la dinámica de cualquier joven del Gran Buenos Aires: terminar el colegio, meterse a trabajar en algún taller, capacitarse, y después entrar en una empresa. El futuro laboral, al menos en la zona, estaba vinculado a esas dos grandes empresas, cuenta Ramón, que a su vez destaca que en el caso de su hermano, a la fuerza de la costumbre se le sumó la línea que «La Orga» adoptó en 1975: el pase de los cuadros de la Unión de Estudiantes Secundarios (UES) a las fábricas más importantes de cada zona, para fortalecer la inserción de los militantes montoneros en el movimiento obrero, a través de las agrupaciones de la Juventud Trabajadora Peronista (JTP). Y El Flaco había sido no sólo un militante de la agrupación, sino además el cuadro que suplantó a Eduardo Beckerman en la conducción de la UES Zona Sur, cuando El Roña —como le decían a Beckerman— fue asesinado por la Triple A junto a El Gringo, aquel 22 de agosto de 1974, cuando regresaban de planificar una «miliciada» en homenaje a los dieciséis guerrilleros ejecutados exactamente dos años antes en Trelew.

Fue por aquella época de efervescencia militante en la UES que El Flaco estrechó fuertes vínculos de camaradería y amistad con Aníbal, un compañero al que apodaban Pancho, que continuó en contacto con Ramón tras la detención de El Flaco. De hecho fue él quien le enseñó a Ramón —y a toda su familia— cómo debían moverse en esos ámbitos carcelarios. Nos ayudó mucho en aquel momento tan difícil. Pancho murió en un enfrentamiento con el Ejército el 3 de junio de 1976, mientras participaba de la estructura de Columna Norte. Tal vez haya sido el ejemplo de Pancho lo que impulsó a Ramón a sumarse a la misma organización que su hermano mayor. O tal vez no, quizás fue el ejemplo de su propio hermano lo que motorizó su decisión. Lo cierto es que sintió que había llegado la hora de de transformarse, también él, en un militante montonero.

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