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Infojus Noticias

31-10-2015|10:20|Testimonio Nacionales
Un testimonio conmovedor de una familia rota por la dictadura

“Me robaron el alma cuando mataron a mi hermana”

La hermana de Ana María Moro, Miriam, la “Negrita”, su otra mitad, apareció ejecutada de doce balazos en septiembre de 1976. Su cuñado, Roberto De Vicenzo, fue secuestrado horas después: lo vieron deshecho por la tortura en la Jefatura de Policía de Rosario. Los dos eran militantes de la Juventud Universitaria Peronista. Ana María recupera sus historias en “Por siempre jóvenes. Miriam y Roberto, una historia de amor en tiempos de lucha”.

  • Las mellizas Moro con sus padres, en una foto familiar. Fotos: Gentileza Ana María Moro.
Por: Laureano Barrera

En la cosmovisión de algunas culturas, los hermanos gemelos son dos seres distintos que comparten el alma. “Debe haber algo cierto en esto, porque yo siento que a mí me robaron el alma cuando mataron a mi hermana”, confiesa Ana María Moro en el epígrafe de su libro “Por siempre jóvenes. Miriam y Roberto, una historia de amor en tiempos de lucha”. Terminaba septiembre de 1976 cuando a Ana le robaron la suya. Miriam Moro, la Negrita, su otra mitad, apareció ejecutada de doce balazos en un camino rural de Casilda. Su esposo, Roberto De Vicenzo, fue secuestrado unas horas después y lo vieron deshecho por la tortura en el Servicio de Informaciones de la Jefatura de Policía de Rosario, manejada entonces por el gendarme Agustín Feced. El libro, un testimonio descarnado que repasa su tragedia familiar durante esa época, se presentó en la sala Rodolfo Walsh de la sede de Gobierno de la provincia de Santa Fe con 400 asistentes que obligaron a los últimos cien a seguir el evento de pie.

“Ha sido un trabajo muy arduo, porque no somos escritores, y también muy doloroso, porque me cuesta muchísimo recordar”, dice Ana María en una extensa charla telefónica con Infojus Noticias. Tanto es el dolor, que prefirió no hablar durante la presentación que se hizo el miércoles 14 de octubre, en una tarde de lluvia torrencial, que reunió a compañeros de militancia y a todas las generaciones de la familia. Además de Lila Gianelloni, una de las coordinadoras del trabajo y de Nadia Schujman, su ex abogada, fueron un hijo y una nieta de la pareja asesinada, quienes tomaron la palabra: Gustavo, el hijo menor, y Miriam Victoria de Vicenzo, hija de Darío, el mayor. “Fue muy emotivo. Miriam, la nieta de mi hermana, dijo que ahora conoce más a sus abuelos, porque el papá tenía un año y once meses cuando secuestraron a sus padres”, contó Ana.

La Negrita y la Chiqui

Las gemelas nacieron en Rosario el 20 de junio de 1952. Pero pronto se mudaron a Crespo, Entre Ríos, a una casa de patio grande, rodeadas de juguetes. Después volvieron a Rosario, donde Ana y Miriam conocieron la felicidad. “Íbamos siempre a la Capilla San José Obrero, donde tomamos la comunión con el padre Barufaldi el 8 de diciembre de 1962. Era una casilla de chapa, con patio de tierra. En ese lugar tan humilde fuimos felices mi hermana y yo”.

A lo largo del relato, Ana entrelaza con eficacia el clima de época —los días de agitación política y social, la represión paraestatal— con la rutina más mundana, propia y familiar: las primeras señales de alarma, las detenciones de compañeros cercanos, el gallinero de la casa del barrio La Florida, los cumpleaños de 15, las mateadas en el río y las horas de estudio, el viaje de fin de curso a Brasil, el hockey en el club Remeros Alberdi, las noches de baile que se extendían en la cocina de la casa materna contándose todo y jugando al ajedrez.

Miriam y Roberto se casaron en 1974 y unos meses después nació Darío, su primer hijo. Ya se habían incorporado, durante la campaña de la fórmula Héctor Cámpora-Solano Lima, a la Juventud Universitaria Peronista (JUP). En 1976, ya estaban en el ojo de la tormenta. Ella, como nunca antes, empezó a vivir con miedo. En el libro, Ana recuerda que una noche tocó su timbre con Darío en brazos y le pidió que le hiciera un lugar donde pasar la noche porque sentía que la acechaban en todos lados. Una vez, creyéndose perseguida, había atravesado con el cochecito de Darío un puente precario, bamboleaba con el viento. Un tiempo después la secuestraron. Ana lo relata en el libro con una memoria prodigiosa, hasta en los mínimos detalles.

El 26 de septiembre de 1976, se mudaron a una casa del sur rosarino. Sólo Ana y Juan ayudaron con la mudanza. “Ese día Miriam me contó, con la promesa de no decírselo a mi mamá, que estaba embarazada nuevamente, y que lo iba a tener. No sé por qué nos pusimos a hablar de la muerte, será porque la teníamos tan cerca. Fue el último día que estuvimos juntas. Al otro día Miriam salió en una moto con Antonio López a repartir volantes denunciando a la dictadura militar. Roberto la esperaba con el mate y las facturas, que quedaron intactas sobre la mesa”, escribe Ana sin perder la frescura para contar la locura. Más tarde, cuando decidió salir a buscarla, lo levantaron a Roberto De Vicenzo. Esa primavera, la primera en dictadura, cientos de militantes en Rosario corrieron la misma suerte. “Fue una primavera sin luz y sin sol”, dice Ana. El 21 de mayo siguiente les tocaría a ella, su esposo Juan Cheroni, su cuñado Hugo y su esposa: estuvieron 11 días secuestrados. En ese cautiverio supo, por los detenidos, que le habían arrancado el alma.

Las cuatro generaciones

La madre de las gemelas, se incorporó desde el primer momento, en 1985, a la sede de Madres de Plaza de Mayo en Rosario. Ana se sumó al grupo de apoyo y un tiempo después, la madre de Roberto. El 26 de marzo de 2012, después de un juicio largo, de relatos crudos, condenaron a prisión perpetua a Ramón Genaro Díaz Bessone por la desaparición de los chicos. El 10 de octubre de 2014, fueron condenados a 22 años y prisiones perpetuas otros integrantes de la patota de Feced, sus desaparecedores y asesinos.

Ana María se jubiló hace poco. Fue maestra. Su vocación habían sido las Letras, pero tuvo que abandonarla y se recibió en el profesorado de enseñanza primaria, en 1983. “En 1981, cuando me anoté en el Profesorado, me pidieron certificado de buena conducta. Me dijeron que tenía antecedentes subversivos y que tenía que presentarme en el Servicio de Informaciones, donde había estado en cautiverio. Mi marido Juan no quería, pero yo me presenté: no me podía ir al país porque no podía dejar sola a mi madre con mis sobrinos. En el Servicio de Informaciones me verduguearon una hora y media. Y me lo dieron”.

Ahora, en su tiempo libre, lee vorazmente, estudia francés y volvió a la universidad: se anotó en un curso sobre manifestaciones artísticas contemporáneas, en teatro y en cine, de Sófocles y la tragedia griega. Lo que difícilmente vuelva a hacer Ana María, es jugar al ajedrez. “Yo no he vuelto a jugar y ya casi no recuerdo como se mueven las piezas”, escribe Ana. “No creo que las heridas vayan a cerrar alguna vez. En el libro, yo no conté que estaba embarazada y que un tiempo después de salir del centro clandestino nació mi hijo, y tuve que criarlo junto con mis dos sobrinos, con mi mamá devastada, y en cada fiesta, cada reunión, cada nacimiento, siempre vuelven a faltar ellos. Más aún con la relación tan estrecha que tengo con mi hermana”, dice a Infojus Noticias. Su hermana gemela, Miriam, es una ausencia presente todo el tiempo.

-¿Qué legado dejaron a la familia?

-Han sido un ejemplo para nosotros, por vivir como pensaban, como militantes y como personas. Eran muy buenos padres y muy buenos amigos.

Los hijos de Ana María van a las marchas desde que eran chicos. Sus sobrinos huérfanos, también. “Ahora ya son padres y continúan sus hijas, son cuatro generaciones en la búsqueda de Justicia”.

LB/RA

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